Punto y seguido

Hoy he tenido necesidad de ir a una macrotienda de deportes a por un artículo de los que se retiran cuando termina la temporada de baños. Nada más entrar me he percatado del ambiente terriblemente guayante y repanochante hasta el hartazgo que reinaba en el comercio. Había gran jovialidad en el trato entre clientes y dependientes de la supercadena. Daba la sensación de que todos participaban de un mismo secreto, a saber, la práctica de ejercicio, y en algunos casos incluso de algún que otro deporte («Cuerpos Danone y cerebros Petit-suisse», que dice mi amigo Míguel —sí, con tilde en la i—). Mucha gente joven lamentable y antinaturalmente desocupada (eran las 11:30 h. de este ‘un viernes cualquiera’) por culpa de los mangantes de políticos que tuvimos y que tenemos. Evidentemente no me he dejado contaminar del insulso y artificial ambiente y me he lanzado a la búsqueda de mi artículo. Pronto me he dado cuenta de que tenía que pedir ayuda so pena de perder de media hora a tres cuartos en busca de algo que quizá ni tuvieran expuesto al público. Me he dirigido a un chico de la casa y me ha indicado el lugar donde tenían apartados unos cuantos artículos del producto que buscaba: «Ahí los tiene, al final del pasillo». Es lo que dan los años: aunque uno se muestre sonriente, la gente joven y educada te trata de usted. Ciertamente se veían al final del pasillo unas cuantas unidades de lo que buscaba, en cuatro colores diferentes. Por supuesto he elegido el único que podía pasar por tono sobrio. El precio era absurdo: 2’49€. Ni me rebajan a 2’45€ ni pierdo nada por pagar 2’50€. En mitad de esta crisis hay quienes pretenden salvar las apariencias rebajando un céntimo para cerrar un precio en 9 como sea. Con mi ejemplar bajo el brazo me he encaminado a la línea de cajas, con la suerte de que no me han hecho esperar para pagarles, lo que ya en sí es el colmo de la estupidez. Cooolas de gente aguardando turno para pagarles… ¿Y quién nos paga a nosotros nuestro tiempo perdido en las colas? En la caja había una chica muy juvenil que me ha saludado con un tremendo «Ho^laa». «¿Qué hay?», le he respondido. Ha tomado el producto y lo ha pasado por el escáner: «Dos cuarenta y nue^vee», me ha cantado. Le he dado un billete de los pequeños y me ha devuelto el cambio que la maquinita le ha dictado: «Gra^ciaas»; «Por nada», he repuesto. Y para colmo me ha despedido con un: «Hasta lue^goo». Aquí ya no me he podido reprimir y le he preguntado capciosamente y esgrimiendo una deliberada y minúscula sonrisa un tanto escorada: «No me conoces, ¿verdad?». Entonces me ha mirado a los ojos, cosa que hasta entonces no había hecho. Muy sorprendida y sin perder la sonrisa comercial me ha dicho: «No^oo». He forzado mi sonrisa sin mostrar mis dientes (y mucho menos mis encías, ¡por favor!, qué horror). «Mírame bien… Con esta barba… Y estas canas… ¿No te parecerá que tengo unos… 50 años?». La muchacha no dejó de sonreír, aunque ahora era más un rictus que una sonrisa artificial: «Sí^i…». Y ahora el mazazo: «Pues no me hables como a un crío. Háblame como a un adulto». Esta estúpida sociedad confunde amabilidad con sonrisa hueca y de plástico (aquella irónica canción de Aqua, «Barbie Girl«), y en lugar de atención en el trato se canturrea^aa, como cuando se habla con un bebé que no entiende lo que le di^cees y que ni te va a contesta^aar.