Estadios: ruidódromos

Esta sociedad, además de generar muchos otros residuos, genera ingentes cantidades de ruido. El silencio está devaluado, denostado, y hasta es de mal gusto. Quizá sea porque la capacidad para generar ruido da poder, un poder inabordable y cruel sobre quienes nos rodean. No hay más que darle un tamborcito a un niño pequeño y en cuanto descubra que el infernal juguete desquicia a los padres no dejará de aporrear las baquetas contra el plástico que hace de parche. El niño se sentirá superior a sus mayores, y la gracieta del tío que trajo el puñetero regalo a buen seguro acaba con dos azotes en las posaderas del infante.

Hacer ruido nos da poder. Puedo evitar que alguien entre en mi casa. Amén de las leyes que salvaguardan mi domicilio, puedo poner puertas con cerraduras y ventanas con fallebas. Nadie podrá entrar en mi casa si no es violentando mi vivienda. Incluso puedo evitar que mires lo que tengo dentro. No tengo más que poner unas cortinas o bajar las persianas y no podrás ver el interior. Pero el ruido… El ruido es otra cosa. Cualquier nini (de esos que ni estudian ni trabajan ni se esperan que hagan algo) puede ponerse debajo de mi ventana con las ventanillas del coche abiertas y la radio a todo volumen, y no tengo manera de evitar que el ruido penetre en mi domicilio y me moleste.

Sí que hay leyes contra esto, pero al menos en España es como si no las hubiera. Y eso es porque el silencio está muy mal visto: es usted culpable —nos diría el juez— de querer descansar en su casa leyendo un libro o escribiendo un cuento a las cuatro de la tarde. La siesta, en España, es otra cosa. Si un vecino implora al ruidoso argumentando que desea echar la siesta, lo probable es que el rompepelotas se apiade. Lo acabo de comprobar hace una hora, palabra.

Dejando a un lado los experimentos con fines bélicos que se han llevado a cabo con el ruido (y que parecen demoledoramente exitosos), esta sociedad celebra constantemente la ceremonia del ruido, y para ello ha construido estadios donde cualquier hijo de vecino puede ir a meter el ruido que le salga del naipe y a desgañitarse sin que a nadie le parezca mal (más bien al contrario).

Hemos asistido a dos escaladas en las técnicas que facilitaban al aficionado transportar el ruido a los ruidódromos y hacerlo cada vez más temible. La primera fracasó, como era de prever, en cuanto se produjeron algunas muertes (e hizo falta al menos una, como siempre). Me estoy refiriendo a los artilugios de pirotecnia.

La segunda vía tocó techo hace cuatro años. Se han creado esas bolsas de plástico que llaman aplaudidores y que aumentan considerablemente el ruido que puede hacerse con las palmas, pero en su origen fue una cartulina plastificada convenientemente doblada en forma de acordeón. Existen aparatos de megafonía portátiles en los que por cuatro duros el propietario puede grabar un mensaje a voz en grito y luego el aparatito se encargará de reproducirlo hasta el infinito y más allá permitiendo al garrulo hincar el diente al bocata mientras el mecanismo emite sandeces sin más trabajo que apretar un botoncito. En cuanto a las carracas, han sido superadas por las bocinas, que ahora se venden con un bote de aire comprimido para no cansarse soplando. Hasta han ideado otro artefacto sencillito al que se le adosa el parche de un globito por un lateral y soplando por un agujerito provoca un ruido similar a la bocina de un barco. ¿Qué fue de aquellos silbatos estridentes? La escalada se detuvo, o tomó otros derroteros, tras ser prohibidas las diabólicas vuvuzelas en el mundial de balompié de Sudáfrica de hace cuatro años.

De los megaconciertos no voy a hablar… ¿Para qué? Botellones, festejos, pasacalles, charangas, descargas pirotécnicas, un puto perro ladrador… ¿De qué vale una manifestación si no se mete ruido? Los gritos, las risas y las carreras con que de niños perturbábamos la siesta de nuestros mayores son ahora tolerados como un mal habitual. La tecnología puesta al servicio del ruido ha arrinconado el derecho al silencio. La capacidad de meter ruido nos hace sentir poderosos, como se siente el zoquete en moto a escape libre. Chissst…