Deporte base vs deporte escolar

Leo la carta de un angustiado padre que confunde deporte escolar y deporte base, aunque acierta en su demanda porque el deporte base no debería ser (tan) exclusivista. Pero lo mismo soy yo el que está equivocado y existen osados que se atreven a descartar a un joven deportista para la competición profesional a diez o doce años vista (abunda en este país el atrevido con profundo desconocimiento).

No deben confundirse el ámbito del deporte base y el del deporte escolar; comparten edades objetivo, comparten reglamentos e instalaciones, pero no comparten objetivos. Si algún lector tuviera necesidad de profundizar en este tema le recomiendo un volumen auspiciado por la Junta de Andalucía: «Régimen jurídico del deporte en edad escolar», de Gonzalo de la Iglesia Prados.

El deporte escolar es por excelencia un ámbito participativo, donde los educandos compiten dentro o fuera de su centro escolar sin más meta que el aprendizaje y puesta en práctica de ciertas destrezas, con la diversión por bandera, siendo suficiente satisfacción su participación en los torneos escolares representando a su colegio (difícil contento para los niños inmersos en una sociedad en la que el deporte profesional ha fagocitado otros objetivos deportivos y se encumbra a los campeones y se les venera como a deidades).

Participar sin ganar no es divertido, nos dirá cualquier escolar. Pero dado que no existe (o no debería existir) ningún otro fin, también es cierto que todos los escolares podrán gozar del mismo tiempo de actuación sobre la cancha de juego.

En el deporte base los objetivos son muy distintos, insistiéndose en la mejora continua, en la consecución de resultados, acentuando la progresión individual y colectiva, entendiendo la derrota del rival como el fin único. El deporte base se perfila como una caldera donde irse cociendo los futuros campeones, aunque, al menos en este país, sin estructura alguna digna de tal nombre, sin un sistema que busque más allá del talento evidente, que se tope con esas perlas perdidas porque nadie tuvo tiempo o no se supo buscar.

Esta ausencia de sistema se da mayormente en los deportes de equipo; en los deportes individuales directamente se fomenta el abandono por parte de los menos favorecidos de manera que el niño torpe y la niña gordita no harán perder el tiempo a ningún entrenador.

La competición por eliminación directa obsequia a los más talentosos con nuevos retos donde ponerse a prueba y mejorar, mientras los menos hábiles no vuelven a competir. En un cajón de salida pueden caber cien niños, pero los resultados de la carrera pierden interés a medida que se va llenando el podio de llegada.

Este pseudosistema se basa en una selección natural, quedando al albur factores que apean a numerosos candidatos. Luego el Estado se llena de orgullo subvencionando programas para la detección de talentos deportivos, aunque esos programas sólo alcanzan a los previamente seleccionados. Más tarde ese mismo Estado se echará las manos a la cabeza cuando se le presenten las cifras de obesidad infantil y el nulo deporte que practica la sociedad española aunque numerosos compatriotas sean campeones mundiales en diversas disciplinas.

Así pues, el deporte base es selectivo y el deporte escolar es participativo. El primero busca la victoria personal y colectiva, el segundo el gusto y la satisfacción por el esfuerzo personal y colectivo.

En el caso del padre indignado, que nos habla de fútbol, los dirigentes de la S.D. Indautxu habrán dividido a los niños de un determinado rango de edad (comúnmente nacidos en años correlativos) en equipos que van denominando progresivamente A, B, C, y así hasta repartirlos a todos.

Los niños del equipo D no se entrenan con los del A, mucho más aptos para la victoria y para ensalzar los colores del club (¡uy si dan con un fuera de serie!), con lo que no existe transferencia de conocimientos ni de destrezas entre los entrenandos. Un niño del equipo C jamás entrenará con los del A (no fuera a ser que entorpeciera el entrenamiento de estos elegidos) y no aprenderá directamente de sus compañeros esas habilidades que los entrenadores no enseñan y que algunos miopes se atreven a afirmar que son innatas.

Esos niños menos cualificados están limitados a su círculo de habilidad, y salvo mejora espontánea (quizá por aplicación y dedicación del niño en el patio de la escuela), a los directivos les trae sin cuidado la mejora técnica y deportiva de ese subconjunto. Sencillamente engordan las arcas del club con las contribuciones económicas de sus padres.

Por otro lado, los entrenadores menos expertos (quizá también más jóvenes, quizá también sin titulación) se hacen cargo de estos equipos residuales, equipos plagados de niños con menos posibilidades de brillar. Si juntamos todo ello vemos cuán complicado es que un niño que «milita» en el último equipo alevín del club sorprenda con un avance espectacular.

Un sistema así no fomenta la mejora del deportista individual. Un sistema así descarta a los menos aptos en edades tan tempranas como los 10 años.

Por supuesto encontraremos zonas mixtas donde por convencimiento de los dirigentes (por cierto, que no existe titulación alguna exigible para ser directivo de un club de base) o de los entrenadores, y también por la necesidad a la que aboca una escasa demografía (como ocurre en muchos pueblos españoles), no es posible realizar una selección y los niños más hábiles y los menos dotados comparten experiencias en el campo de entrenamiento.

Sé que no es consuelo para este furibundo padre, pero en otros lugares ni se toman la molestia de desclasificar a tu hijo. Sin rubor alguno se promociona a los hijos de los entrenadores y de los directivos del club, subiéndoles de categoría (para «irse fogueando»), usurpando así el puesto de otro niño que paga su cuota y que debería exigir su derecho a jugar y no sólo a entrenar.

Estos hijos escogidos juegan el total del tiempo de los partidos y el total de los partidos de la liga, aunque literalmente no puedan con los pantalones. Estos elegidos se mezclan con los más dotados, y si entre todos ellos no alcanzan a completar un equipo, algunos niños serán llamados a servir de comparsas para poder jugar el partidito de fútbol a 8.

Luego te hablan de estadísticas, de participación, de victorias… ¿Es que un niño que no ha jugado el partido (en fútbol 8 y en fútbol sala se permiten cambios constantes) puede sentirse partícipe de una victoria en la que no ha tomado parte? Tampoco compartirá la derrota, pues al fin y al cabo son otros los que no han sabido ganar. Pero hay entrenadores hábiles (y sin titulación) que les sacan al campo para justificar su convocatoria cuando el partido está ganado o totalmente perdido. Incluso los hay que ladinamente alinean a tu chico como titular para ser retirado tras cinco minutos de juego y no volver a jugar con la solemne disculpa de que el partido «no estaba para su juego».

Que no se apure mi atribulado padre, que en otros deportes, aunque sólo sea por tener conciencia de minoritarios, no pueden prescindir de nadie, y los entrenadores asumen que todos deben jugar en igualdad de tiempos, y que el equipo es tan bueno como el peor de sus componentes, por lo que prestan atención al pelotón de los torpes a fin de que el nivel general suba un poquito.

El próximo día hablaré de los dineros que se mueven en esta ínsula del deporte base, dinero negro o caja B o economía sumergida o como quieran llamarlo, que en numerosas ocasiones sirve a los monitores que se han hecho con las riendas de un club para llegar a los mil y mil quinientos euros sin pagar impuestos y vivir como marajás sin pegar un palo al agua. Encima, hay que joderse, son los más mediocres.